jueves, 4 de agosto de 2016

Capítulo 1 El Regreso

Veinte años después…

Camila cerró su maleta. Salió de la casa sin volver la vista atrás y sin esperar más que un escueto Qué te vaya bien, no muy sincero por parte de esos dos primos que quedaban atrás, difuminándose en la distancia a medida que sus pasos la alejaban de ellos.
Una parte agridulce de su vida quedaba tras esos muros de concreto. Recuerdos que deseaba olvidar. Caminaba con paso lento por la acera, hacia el metro para dirigirse hasta la estación Tasqueña y de ahí a la Terminal Central de Autobuses del Sur.
No, lo pensó mejor. No era hacia Tasqueña adonde se dirigía sino a su destino, aplazado por tantos años. Hacia el primer día del resto de su vida.

Durante la mayor parte de su existencia vivió en la ciudad de México. Originaria de Acapulco, lo dejó siendo niña. De esa época en aquel puerto del pacífico, lo que más presente estaba en su memoria era aquella víspera del 1 de enero de 1996 en que previo a cumplir nueve años, lo único que recibió como regalo fue un viaje y no el de su vida sino uno a lo desconocido. Lejos de sus padres, de sus amigos de escuela, de todo lo que conocía. De la seguridad de la burbuja en la que había vivido.
Pensó que jamás regresaría pero un giro inesperado de la vida la hizo volver sobre sus pasos; desenterrar sus orígenes olvidados o quizá jamás recordados debido al ajetreo incesante que implicaba vivir en la capital.
Le parecía extraño volver a la antigua casa familiar. Desde que salieron de Acapulco, sus padres se mudaron a Cornualles en Inglaterra porque sus abuelos paternos eran ingleses. Debido a que éstos últimos en aquel entonces, pasaron una temporada en México, Iván, su padre, nació en este país.
Sus abuelos regresaron a Inglaterra pero al pasar el tiempo, el vínculo entre su padre y México jamás dejó de existir. Vivió su vida entre los dos países debido a que el tío de Iván, radicaba en la capital mexicana y siempre sintió afecto por él.
Al casarse con Isabel, su madre, decidió residir en México pero ya no en la capital sino en Acapulco, lugar del que se enamoró desde la primera vez que lo visitó cuando joven. La decisión no duró mucho porque luego de algunos años de vivir en el puerto, partieron.
Por alguna razón que jamás le explicaron, la dejaron en la capital al cuidado de unos tíos por parte de su mamá; pero ahora esos tíos habían muerto.
Sintió que ningún lazo la ataba a esa casa que jamás pudo llamar hogar. Sin contar que sus primos estaban ansiosos de que partiera ya que sus respectivas mujeres no la veían con buenos ojos, desconfiando siempre de ella. Sabía que lo más sabio era regresar a Acapulco donde la vida era más aburrida pero también más económica.
Al llegar a la Terminal Central de Autobuses del Sur compró su boleto para el puerto sin tristeza pero sin alegría. Haría el viaje de día. Descartó viajar durante la noche porque no quería dormir; necesitaba pensar. Sin contar que casi la echaron de la casa, situación que no le habría permitido esperar más de lo necesario para regresar dado su reducido presupuesto.
Volver al mar.
Había escuchado historias bellas y románticas acerca de su hechizo; a decir verdad, poco le llamaban la atención. Ni siquiera sabía nadar y tampoco pensaba aprender. Regresar a Acapulco no significaba que se la pasaría metida todos los días de la semana en la playa. No sabía a qué atenerse a su regreso.
Ningún familiar la aguardaba y tampoco esperaba hacer una vida de aventuras. No era una mujer intrépida ni audaz. Más bien una mujer promedio de veintinueve años que aún no hallaba su lugar en el mundo.
Llegaría. Desempolvaría los apolillados muebles si es que todavía estaban en pie. Se instalaría. Encontraría un empleo o más bien dada la situación económica del país que alarmantemente anunciaban en los noticieros, un subempleo; no podía esperar más. Con trabajo terminó la educación media superior y su currículo, ¿su ambición? Era breve.
Había pasado sin pena ni gloria por una variedad de empleos esporádicos. Cajera en una cadena de hamburguesas, ayudante en algunas tiendas departamentales, botarga en una farmacia. De ese último empleo todavía le dolía el cuerpo y el orgullo por las volteretas que la obligaron a realizar en ese traje de oso panda para atraer más clientes. En qué pensaban: quién en su sano juicio, asocia a un oso obeso con la salud.
Básicamente estaba preparándose para una vida rutinaria con la resignación de quien no aspira a la felicidad mientras aguardaba su tren al otro mundo. Pero a cuál mundo si no creía en la vida en el más allá y hasta dudaba de la existencia de la del más acá, después de todo, jamás se había sentido viva; operando siempre en piloto automático sin expresar más emociones de las necesarias; debido a tanto sudor y sangre demarrados en la batalla del día a día. Siempre obstinándose por permanecer en pie ahí donde las condiciones eran propicias para rendirse.
Definitivo, no podía esperar mucho de su nueva vida en Acapulco.
Las cinco horas de trayecto no fueron suficientes para reorganizar sus pensamientos. Tenía algo de dinero ahorrado. Decidió no molestar a sus padres con un préstamo. Ya era lo suficientemente grande para apañárselas por su cuenta. Sería una vergüenza que a su edad todavía tuvieran que solucionarle la vida; además, no hubiera podido localizarlos, no contestaban sus llamadas y las cartas que le mandara a su padre hacía semanas, aún no habían sido respondidas. El WhatsApp estaba descartado. Ninguno lo utilizaba: con ella.
Quedó claro que su relación se mantendría en la más estricta formalidad sin rebasar esos límites. La única ocasión en que fue a Cornualles para intentar crear un vínculo con ellos, obteniendo algo que podía calificarse como un rechazo sin serlo realmente, le dejó claro que jamás podrían ser una familia normal, como esas que pululan en las novelas de los canales estelares mexicanos.
Su vida era la de una ermitaña. Ni siquiera tenía un novio o un perro con el cual distraerse. Al parecer no era lo suficientemente buena ni para los hombres ni para los perros, ambas especies huían espantadas. Mucho menos para los padres.
Odiaba ese fallido viaje con más escalas que una regla, donde ni siquiera tuvieron la cortesía de hablar en español frente a ella. Las únicas palabras que recordaba de sus discusiones más que de sus conversaciones porque eso fue lo que hicieron mientras estuvo allá, fueron mermaid y triton, tanto en singular como en plural.
Las mencionaron tanto que en algún punto tuvo que asumir que de alguna forma, tales términos lo relacionaban con ella porque las miradas que le dirigían cuando las mencionaban eran tan intensas, haciéndola estremecer.
Cuando le preguntó a su padre:
-¿Algo de lo que deba enterarme?
-No es nada. Simplemente que ya nos acostumbramos al inglés como idioma habitual -contestó sin percibir la ironía en la pregunta.
Aparte de descubrir que mermaid y triton, significaban sirena y tritón respectivamente, del inglés aprendió lo básico para realizar el viaje a Inglaterra al cumplir la mayoría de edad. Hablarlo impecable como la reina, tampoco le hubiera servido de mucho para comunicarse con sus padres. El problema de ellos no era el idioma si no el corazón.
Huyó más que salió de Cornualles con la firme intención de no regresar jamás. Entendía por qué el mundo la repelía; cómo no hacerlo si sus mismos padres la despreciaron desde que llegó a la tierra. No sé si embarazarme fue buena idea. Esas palabras pronunciadas por su madre, la habían perseguido estos años. ¿Qué hizo como hija para ser rechazada de manera brutal?
Intentó apartar su mente y su corazón de ese dolor enfocándose en la seguridad de la rutina, aferrándose a ésta como un náufrago que se sujeta a un trozo de madera en alta mar.
Llevó sus pensamientos a aguas menos turbulentas. Reconviniéndose por no tener espíritu aventurero; colgarse la mochila al hombro y salir de viaje. Qué hacía dirigiéndose a Acapulco cuando podía ir a cualquier parte del mundo. Sí como no.
Alguna vez especuló al respecto pero sus recursos no daban para tanto y no pensaba correr riesgos innecesarios. Estaba hecha para la vida sedentaria y así sería hasta el último de sus días que serían pocos si seguía viviendo como si estuviera condenada a muerte.
No tenía intención de dormirse pero al final el abrumador panorama que la esperaba le provocó sueño.  
Soñó que cuando niña estaba ahogándose en el mar. Unos seres, ¿personas? No alcanzó a distinguirlos en su desesperación; luchaban por llevarla hasta el fondo. Tenía miedo. Estaba sola y perdida en ese desierto líquido.
En medio del caos sintió que una fuerza extraña e invisible se imponía, regurgitándola del agua. Diciéndole que aún no había llegado su hora, que algún día ajustarían cuentas y pagaría por la deshonra cometida.
Por alguna razón extraña tuvo la certeza de que el ataque y la salvación por parte de ese ser invisible fueron dos eventos diferentes que se superpusieron, dejando su vida, más en las manos de la fortuna que decidió que continuara en este mundo que en la de ese ser sin forma. Porque lo sintió, él, al igual que los demás, no quería salvarla. 
Despertó exaltada.
¿Fue un sueño o un recuerdo?
En sus memorias conscientes no tenía una vivencia tan estremecedora. Lo que sí tenía claro es que no era la primera vez que soñaba con esa situación de peligro en el mar; no obstante, hacía días que la tenía desterrada en lo más profundo de su inconsciente, más preocupada por hacer los preparativos para su regreso, cerrando los escasos círculos que hubiera abierto con el fin de no tener excusas para regresar a la capital. Esa era una característica muy propia de ella. Jamás volvía la vista atrás. Sus primos podían estar felices ya, al liberarse de su presencia. Después de todo, ya la habían torturado lo suficiente.
Miró por la ventana del autobús un letrero que con letras grandes y luminosas decía:

BIENVENIDOS A ACAPULCO
¡FELIZ AÑO 2016!

Su llegada fue cálida pero más bien por el clima, treinta y dos grados a la sombra, y no por la bienvenida. Tomó un taxi que la llevara a la parte noroeste de la ciudad en Pie de la Cuesta, una zona cercana al mar.
-Al Castillo de Almendros -dijo en tono escueto.
-¿Es la dueña? -el hombre enarcó una ceja por la extrañeza. Todos en Pie de la Cuesta conocían la fama de dicho lugar debido al aura sobrenatural que emitía, al más puro estilo de las casas embrujadas, de esas que sólo se veían en las películas.
Ella asintió silenciosa.
Pasado el instante de desconcierto, el taxista, platicador como un buen conductor porteño, se apresuró a hacerle conversación. Que cómo estaban las cosas en la capital con el tráfico y las manifestaciones, como si no hubiera de eso en Acapulco. Que si el metro seguía caótico como de costumbre. Apenas contestó con frases breves y concisas ese torbellino de preguntas. Jamás había sido platicadora y no pensaba comenzar en ese momento.
-¿Le molesta si abro la ventana para fumar? -preguntó para distraerse de su plática que ya comenzaba a abrumarla.
-Adelante.
El conductor, luego de dejar el tráfico del centro de la ciudad, siguió la carretera nacional Acapulco-Zihuatanejo que por abajo, por entre los intersticios de tantas casas y negocios apiñados, podía distinguirse el mar y por arriba, promontorios de variados tamaños con casas de diferentes niveles socioeconómicos que todo junto, formaba un gran mosaico de la parte noroeste de la ciudad.
Descubrió con beneplácito que a pesar de tanto enjambre de casas y negocios del lado del mar, había espacios a lo largo de la carretera donde sólo eran ésta, el gran azul y el barranco que los separaba. Incluso hasta vio un mirador que seguro en el futuro le proporcionaría algunas horas placenteras al contemplar desde éste la puesta de sol que tan famosa era en Pie de la Cuesta.
Tan concentrada iba no sólo en el cigarrillo sino en su complejo mundo interior, que cuando llegó a la salida para subir la cuesta a Almendros, zona de destino final, casi la pasa de largo. Apenas reaccionó a tiempo para decir:
-¡No es por la entrada principal; suba por ésta otra!
-¡Caray señorita! Debió avisarme con más anticipación, mire que la curva está próxima. Es una suerte que no viniera nadie detrás nuestro o habríamos provocado un gran lío donde usted hubiera sido la única culpable -aclaró, diciendo varias reconvenciones más, algunas con palabras no tan amables. El buen ánimo estaba agotado.  
Almendros era un zona donde se juntaban varias colonias; encajada en lo alto de un peñón con casas que parecían encaramadas de lo cerca que estaban.
Camila sabía que para subir directo al Castillo de Almendros, tenía que darle por una cuesta aleñada a la entrada principal por donde pasaba el transporte público; misma que no era visible a simple vista a menos que se estuviera buscando con anticipación, ya que además de angosta, estaba disimulada por varios negocios y de no dar las indicaciones antes, el taxista habría caído en la trampa de subir por la calle principal.
Hacer lo último habría implicado remontar por las curvas del camino principal y una vez que llegara al final de éste, todavía hubiera tenido que sortear los obstáculos que había en el último tramo de terracería antes de llegar al Castillo de Almendros.
Era por todo lo que implicaba subir a esa propiedad remota, la molestia de que le avisara a destiempo.
Subieron el tramo empinado hasta encontrar la propiedad que buscaban; de lo único que no se salvaron fue de la curvada vuelta final y de recorrer la parte final de la terracería que terminaba al pie de la propiedad.
La casa se erguía en lo más alto del promontorio, hermosa en su sencillez como una soberana en medio de sus humildes súbditos que parecían hacer una venia ante su presencia. Un lugar pequeño en comparación con el gran solar cercado por una malla metálica que la rodeaba. Era por esa entre otras características, que la habían bautizado como el Castillo de Almendros.
El taxista la dejó justo frente a su antiguo hogar. Bajó con sus escasas pertenencias. No se dio cuenta de que él se signó con miedo, apresurándose a volver sobre sus pasos sin agregar una palabra más.
Suspiró con miedo y resignación. La casa imponía. Sólo los locos podían vivir a esa altura y en esa soledad. Tomó la maleta, sin sorprenderse de que veinte años de odisea en la capital mexicana pudieran resumirse en una maleta medio vacía.
Miró un rato antes de entrar. Le pareció increíble que aún recordara el trayecto.
Era una propiedad sencilla y pequeña con un solo nivel, pero aun así desentonaba con todas las demás que estaban más abajo, pasando el camino de terracería, porque había algo que desde la fachada verde y el portón negro con una aldaba en forma de rostro ceñudo cuya barba circular era el mango con que se llamaba, objeto que consideró innecesario dada la pequeñez del lugar; que le indicaba que las personas que ahí habitaron no correspondían al común que vivían por los alrededores.
¿Quién demonios en Acapulco colocaba una tétrica aldaba en su puerta que más bien debería estar en un castillo embrujado?
Ingresó la llave en la cerradura. Al entrar sintió que la Camila traviesa y soñadora de nueve años la recibía. Se vio en el jardín trasero que ahora exigía ser resucitado. Ahí estaba, llenándose de tierra y lodo en los días lluviosos, jugando con su perro Suertudo que tristemente no le permitieron llevar consigo y con tres patas, tampoco hubiera llegado lejos. Sus recuerdos de esa breve infancia, cubiertos por una pátina de polvo, olvido y melancolía, fueron sus anfitriones.
Escuchó pasos tras ella.
-¡Qué bueno que ya estás aquí Camila! ¿Cómo te fue en el viaje? ¿Fue fácil llegar con la referencia que te dije que mencionaras? -dijo una mujer de mediana edad, cabello negro y robusta, vestida con prendas sencillas debido al día caluroso.
-Hola María. Todo bien gracias.
María había sido quien como buena samaritana, se había encargado de cuidar su casa y hacer los pagos correspondientes por los servicios más indispensables. Camila prefirió que fuera así ya que algo le impidió regresar y darle mantenimiento ella misma. Afortunadamente María y su esposo fueron buenos amigos de sus padres. Los únicos que recordaba que los visitaran.
Tal como le mencionara, fue gracias a ella que pudo llegar sin perderse. Lo de decirle al taxista el Castillo de Almendros para orientarse, le pareció extraño; pero nada más ver la ubicación y las características de la propiedad, le bastó para comprender el por qué de la denominación de castillo. En verdad lo parecía.
No recordaba que su antigua casa fuera tan espeluznante pero en veinte años podían pasar muchas cosas. Que se convirtiera en un lugar hechizado era una de ellas.
-Deja tu maleta y ven a comer con nosotros -sugirió con amabilidad María-. Bajas el camino de terracería rumbo a la calle principal y doblas a la izquierda. Es de día, la bajada no implicará mayor riesgo.
-Así lo haré. Deme un momento y estaré con usted. Bajo y doy a la izquierda, ¿cierto? -confirmó para garantizar que las indicaciones habían sido memorizadas. No pudo evitar cierto dejo de emoción en su rostro por lo regular serio. No imaginó que María, siempre imperturbable tras el teléfono, se tomara la molestia de estar atenta a su llegada. Agradeció ese pequeño gesto de amor que hacía tiempo no recibía. ¿Ella recibiendo amor de otro ser humano? Sólo de pensarlo parecía estúpido.
-Es correcto. La fachada de la casa es amarilla. Te dejo entonces. Hay mucho que platicar para ponernos al día.
-Sí.
María la dejó a solas.
Cerró el portón. En la parte frontal de la casa había un cuarto de lavado, las escaleras para subir a la terraza y un par de palmeras que por sus abundantes cocos, dedujo que María o su esposo habían procurado no dejar secar. Subió las escaleras de la entrada. Deslizó las puertas corredizas. El interior parecía suspendido en el tiempo. Todo estaba como hacía veinte años. Los mismos muebles. Los mismos pertrechos de cocina. Caminó con calma hasta su antigua habitación.
Al abrirla no pudo evitar pensar en el contraste que había entre la Camila niña y la Camila mujer. Tan iguales y tan diferentes. Ahí estaba su cama con la sábana de Blancanieves aún cubriéndola; sus muñecas y sus juguetes infantiles. Era un hecho que habría que hacer cambios a ese lugar pero con calma.
Arrojó su maleta al lecho. Ésta pegó con la mesa de noche tan fuerte que su cajón salió expulsado. Se acercó para cerrarlo y al hacerlo, descubrió un libro amarillento dentro.
Leyó el título. Cuentos del Mar, de Regina Donnelly. Su libro favorito de la infancia. Sonrió al recordar que cuando niña siempre creyó firmemente que las sirenas y otros seres marinos existían.
Regina fue tan milimétrica en sus relatos que parecía que ella misma hubiera estado en esos paisajes submarinos que tan vívidamente y con tanta emoción describía.
La sirenita vagabunda;
El tritón y Hechicera;
El Palacio de Coral;
Una sirena varada en tierra y
Los hermanos del mar.
Eran los títulos que componían la colección de historias compiladas en Cuentos del Mar.
Más de una vez les pidió a sus padres que fueran a la playa con la esperanza oculta de ver alguna sirena o un tritón. Vivir a unos minutos del mar, aunque fuera mar abierto con sus olas siempre fuertes, altas y salvajes, facilitaba las cosas.
Se pasaba horas mirando al horizonte, palpando con sus pies desnudos esas arenas prietas; pateando las olas que rompían en la orilla para tantearlas y retrocediendo ante su respuesta. Creyendo que el más breve y extraño borboteo en el agua, era alguna sirena que a su vez la espiaba, situación que le producía un sentimiento de desosiego inexplicable.
Quería estar el mayor tiempo posible cerca del agua y a la vez, cuando la percibía, su reacción era la de huir porque sentía que algo invisible la jalaba, como queriéndola atrapar. Siempre sintió que el mar le hablaba, a veces de manera no muy amable pero lo hacía, inquietándola con sus ambiguas conversaciones sobre amor y destrucción que no sabía por qué entendía a pesar de que su lenguaje sólo era el de las olas.
Mientras, dentro del agua los misteriosos borboteos continuaban sin mostrar a ningún ser de la corte de Poseidón. Sus padres se mostraban renuentes a llevarla y sólo accedían cuando sus pedidos disimulados se convertían en solicitudes frontales con gritos que no paraban hasta ver sus deseos realizados. Podía ser verdaderamente fastidiosa cuando se lo proponía.
Así fue hasta que partió y sus recuerdos quedaron olvidados. Su amor-miedo por el mar quedó ahí. No volvió a leer las historias de Regina Donnelly cuyo único tema de interés fue el océano, tanto que en la solapa de sus libros no estaba su foto sino la de una sirena en bajorrelieve lo que la llevó a pensar o que era muy fea o muy tímida.
A pesar de su corta edad, leyó todos sus libros, amenos y de fácil lectura, mismos que debían estar en algún lugar de la casa. Regina y sus historias eran quienes la empujaban al mar. Al fondo. A lo profundo. Hacia esos inusuales borboteos que ahora lo recordaba, fueron una constante cuando observaba el mar. Regina misma los describía como la señal de que algún ser marino estaba por los alrededores. La escritora los comparaba con el vaho que producen los humanos a determinadas temperaturas como señal de que están vivos. Esa era la señal de que los seres marinos estaban vivos.
Cuando les preguntaba a sus padres si veían lo que ella, decían que no o lo negaban porque esas formaciones en el agua eran tan convulsas, diferente a los movimientos que eran comunes en el mar, que podrían ser vistas desde el espacio.
Le hubiera gustado escribirle a Regina para preguntarle de dónde había sacado ella lo de los borboteos en el agua pero ya no estaba. Lo último que supo es que un día simplemente desapareció. Nadie volvió a saber de ella. Luego de un breve tiempo en las noticias, fue olvidada. Al no ser una escritora al estilo de Stephen King, Dan Brown o Mario Vargas Llosa nadie se preocupó más de lo necesario por su destino.
Camila dejó el libro y la maleta. De lo que disponía ahora era de tiempo para rehacer o retomar esa vida de su infancia, amoldándola a su situación actual, si era esa al final su decisión o quizá sólo comenzar de cero.

Antes de bajar a casa de María, salió para recorrer el solar en torno a la propiedad no sin antes guardarse su cajetilla de cigarros y el encendedor en el pantalón, hacía años que no funcionaba sin ellos. Único refugio que le quedaba en un mundo que por donde lo abordara, la rechazaba abierta y hostilmente.
Sus padres, sus tíos ahora muertos, sus primos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, ¿el mar? ¿El universo? En general todos la rechazaban sin disimulo y sin detenerse a analizar las consecuencias de lo que tales agravios provocaban en ella.
-¡Al demonio con todo! -dijo para sus adentros.
Entró al terreno baldío. Mientras fumaba, recordó que en el pasado no alcanzó a cuestionar por qué su padre compró una propiedad tan grande si sólo ocupó una parte. El lugar parecía un desierto, nada apto para vivir en soledad, más propicio para que cualquier cosa sucediera sobre todo de índole sobrenatural. Hasta hubiera pensado que en algún momento una nave extraterrestre aterrizó por los alrededores porque la maleza estaba aplastada, pero eso era más cosa de su imaginación. El Castillo de Almendros, merecido título.
En definitiva jamás entendería la actitud tan extraña de sus padres, sobre todo de él, siempre parco en explicaciones y afectos. De su madre, lo poco que recordaba, la hacía pensar en esas doncellas frágiles y sumisas que no tenían más fin en esta vida que obedecer los deseos de su señor. Por lo que sabía, deducía que su padre jamás se mostró agresivo ni tampoco cariñoso, aun así, su madre siempre le guardó respeto ciego. ¿Qué le habría visto? Imaginó que el carácter de ella no siempre fue retraído, dedujo que él la volvió así.
Salió del solar. Intentó dejar los pensamientos sobre sus padres en éste pero no podía. Tenía claro que jamás formaría parte de sus vidas; no obstante ese era un ciclo que no podía cerrar tan fácil porque no entendía la razón de su conducta. De sus silencios y esa obstinación por mantenerla lejos de ellos como si su sola presencia los pusiera en peligro. Ni siquiera habían tenido más hijos que de alguna manera, justificara su desamor. Vivían solos allá en Cornualles sin más expectativa de vida que la de poner un océano de distancia entre ellos.
Siempre sospechó que guardaban algún secreto, jamás tuvo indicios sobre qué podría ser. Confiaba que con su inesperado regreso a Acapulco le permitiera la ocasión de descubrirlo. Tenía sospechas que asociaban su misterio con ella, no obstante algunas piezas no encajaban. Quizá si buscara lo suficiente dentro de lo que había quedado en la casa encontrara las pistas que le permitieran armar el rompecabezas.
Su padre siempre fue meticuloso con sus cosas pero concluyó que su partida inesperada habría ocasionado descuidos en él que ahora, después de veinte años, actuarían en su favor.
Tarde o temprano descubriría su gran secreto.
Terminó su cigarrillo.
Era hora de ir con los Hernández.

2 comentarios:

  1. Cuando camila llega de la ciudad de México al puerto de Acapulco, se instala en la casa que eran de sus papás en el castillo de almendros, cuando está acomodando sus cosas encuentra unos libros en la cual la hacen dudar de su vida, y se propone descubrir todos los secretos.

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